Las emociones desempeñan un papel determinante a la hora de convertir a un niño en un adulto feliz y exitoso. Sin embargo, si el desarrollo emocional de un niño se desvía, sufrirá como consecuencia una gran variedad de problemas personales y sociales a lo largo de su vida.
Pero la verdad es que ser responsable de la educación emocional de los niños no es una tarea fácil. O sea, hacer entender a un niño que los sentimientos tienen tantas tonalidades como los colores aunque no las vean es algo cuanto menos complicado.
La conciencia y la comunicación emocional como base de la fortaleza infantil
La conciencia emocional es el mejor vehículo para el cambio en nuestra vida. O sea, que tenemos que ser conscientes de lo que nos provoca sentimientos frustrantes y negativos o positivos y placenteros para encontrar aquellas maneras de fomentarlos, comprenderlos y controlarlos.
Si logramos esto, conseguiremos que los niños (y futuros adultos) sean capaces de tener sentimientos sobre sus propios sentimientos. Esto, a pesar de que suena redundante, es importante a la hora de ser hábiles comunicadores emocionales y, por lo tanto, fortalecer nuestro yo interno y social.
Enseñar a los niños a observar, comunicar y aprender sobre sus emociones ayudará a su desarrollo y a su éxito vital. De hecho, en primera instancia, evitaremos que sean vulnerables a los conflictos de los demás.
Un buen ejemplo de lo que puede suponer la adquisición de estas habilidades para los niños lo encontramos en el libro “Inteligencia emocional para los niños” de Shapiro Lawrence:
Martin, un niño de seis años cuyos padres estaban atravesando un proceso de divorcio particularmente nocivo. El padre de Martin insistía en que él volara para ir a visitarlo a Boston todos los fines de semana, mientras su madre mantenía la custodia durante la semana en Richmond, Virginia. Martin apenas profería palabra durante el viaje de ida de dos horas y media e insistía en irse a la cama en cuanto llegaba a cualquiera de sus dos casas. Después de dos meses de este arreglo, Martin comenzó a quejarse de dolores de estómago y su maestra señaló que pocas veces hablaba con alguien en la escuela.
Durante la audiencia de custodia, el abogado de Martin le preguntó:
-¿Cómo te sientes visitando a tu padre todos los fines de semana?
-No sé – respondió Martín.
-Bueno, ¿estás contento de ver a tu padre cuando llegas a Boston? –preguntó su abogado, controlando sus propias emociones y tratando de no guiar a Martin hacia una u otra respuesta.
-No sé – volvió a responder Martin, con un tono monótono apenas audible.
-¿Qué me dices de tu madre? ¿Estás contento de vivir con ella durante la semana? – inquirió el abogado, dándose cuenta de que obtendría una sola respuesta de Martin durante el procedimiento.
-No sé –dijo Martin una vez más, y nada en su comportamiento sugería que sí lo sabía.
Si privamos a nuestros niños de un correcto desarrollo emocional, entonces obtendremos como consecuencia la incapacidad de comprender y evolucionar de acuerdo a sus sentimientos y emociones.
Tal y como hemos visto claramente en el ejemplo, esto provoca un sufrimiento altísimo que no debemos permitir en nuestros niños. Y es que la capacidad de un niño para traducir sus emociones en palabras es indispensable para la satisfacción de las necesidades básicas.
Esto es así entre otras cosas porque las palabras que describen las emociones están directamente conectadas con los sentimientos y la expresión fisiológica y emocional de estos (por ejemplo, un niño debe saber que la angustia se asocia con una leve aceleración del pulso, un aumento de la presión sanguínea y gran tensión en el cuerpo).
Si los niños crecen en un entorno que suprime los sentimientos y evita la comunicación emocional, es probable que los niños crezcan como personas emocionalmente mudas.
Así, si bien podemos aprender el lenguaje de las emociones durante toda nuestra vida, son las personas que lo hablan desde la juventud quienes se expresan con más claridad y, por lo tanto, se muestran más competentes emocional y socialmente hablando, lo que les abre puertas hacia el éxito vital y la consecución de sus anhelos.
Por lo tanto, queda totalmente justificada la “obligación” moral que todos tenemos de cultivar este aspecto vital en nuestros niños, pues solo criando niños fuertes, evitaremos tener que reparar a tantos adultos rotos por la soledad, la desconfianza y el desamor hacia sí mismos y hacia la sociedad.
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