Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el Foro Económico Mundial (FEM) las enfermedades mentales son ya las primeras causas de incapacidad laboral en el mundo. Gran parte de ellas, por curioso que nos parezca, tienen su origen en las relaciones tóxicas o abusivas y en el impacto psicológico que dejan sobre la persona. A su vez, indicadores como el estrés postraumático, las depresiones, los trastornos de ansiedad, el dolor crónico, el asma e incluso la diabetes son marcas silenciosas, pero persistentes de ese tipo de vínculos disfuncionales.
Desde las instituciones sociales y sanitarias señalan la necesidad de “capacitar” a las víctimas de este tipo de abuso físico o psicológico en la pareja y no de estigmatizarlas. Con “capacitar” se refieren a dotar a estas personas, hombres o mujeres, de recursos adecuados y de estrategias de afrontamiento para volver a validarse psicológica y emocionalmente, y ser así reintegradas después a sus vidas con normalidad.
Ahora bien, lo que a menudo se descuida, se olvida o se deja de lado es la figura de esos niños que desde edades muy tempranas han sido testigos de dichas dinámicas lesivas, de esas atmósferas tan tóxicas. Estos pequeños han interiorizado silenciosamente cada átomo, cada gesto, sonido, grito, palabra y cada lágrima derramada en sus mentes tibias e inocentes sin que se sepa muy bien qué impacto puede tener sobre sus vidas el día de mañana.
Porque no podemos olvidar que el círculo de la violencia es como un uróboro que se muerde su propia cola y que perpetúa una y otra vez los mismos hechos, las mismas dinámicas. Tal vez, esos niños que hoy son testigos de una relación tóxica sean mañana nuevas víctimas o nuevos verdugos.
Ser testigo de una relación tóxica también nos convierte en víctimas.
“No, yo nunca he levantado mi mano contra mis hijos ni contra mi pareja”. Esta es sin duda una reacción tristemente común entre los abusadores o ejecutores de ese maltrato psicológico donde no hay marcas, donde no hay golpes que evidencien cada herida sufrida, cada vulneración y conducta lesiva ejecutada en la intimidad y el microcosmos de un hogar.
No obstante, y por curioso que parezca, el hecho de que no exista un golpe o un moratón evidente hace aún más compleja la situación. En estos casos, las victimas, lejos de ver esa conducta como un maltrato evidente tienden a culpabilizarse.
Ahora bien, esa culpa o esa auto-proyección de la responsabilidad no se gesta solo en la víctima, sino que el propio niño, testigo de cada dinámica, también suele experimentar ese mismo sentimiento. Porque el pequeño es un compañero de viaje más en ese tren del dolor, en esa vía que conduce a todos al mismo destino.
No podemos olvidar que tal y como nos explicaba Piaget en su teoría del desarrollo cognitivo del niño, entre los 2 y los 7 años mantienen ese enfoque egocéntrico donde el mundo gira entorno a su persona. Por tanto, el pequeño sentirá que el dolor de papá o de mamá, al igual que los gritos o las peleas son resultado de algo que él mismo debe haber provocado de algún modo.
Por tanto, y esto es importante tenerlo muy en cuenta, en el seno de toda relación tóxica donde hay niños, ellos también son víctimas. No importa que estén tras una puerta y que no vean nada, no importa que aún no sepan andar, leer, ir en bici o decir el nombre de las constelaciones que aparecen por la noche ante sus ventanas. Los niños sienten y escuchan, los pequeños interpretan el mundo a su manera y por tanto, pocas cosas pueden ser más devastadoras par la infancia que crecer en un entorno cuyo sustrato emocional sea tan patológico, tan devastador.
Relaciones abusivas las hay de muchos tipos, de muchas formas y en cualquier escala social. Sin embargo, las auténticas víctimas en estos laberintos afectivos son los niños. Porque construir la propia identidad en un contexto marcado por el abuso pone muchas veces el punto de partida para que se inicie nuevamente el ciclo de la violencia. No podemos olvidar que las personas tendemos a repetir los patrones psicológicos y de comportamiento que nos son conocidos, familiares.
Por ello, es común que lejos de sobrevivir a la relación tóxica de nuestros padres, nos convirtamos -posiblemente- en nuevas víctimas o nuevos ejecutores porque hemos interiorizado ese mismo idioma afectivo. Para amortiguar ese impacto y el propio ciclo del abuso, necesitamos por tanto mecanismos adecuados. Es necesario que los niños que han sido testigos de estas dinámicas reciban apoyo social y terapéutico, junto a sus progenitores.
Porque si hay algo que todo pequeño merece es la posibilidad de vivir en un entorno no violento. Es ser capacitarlo para hacer el bien mediante una educación basada en la coherencia y el respeto y, sobre todo, mediante la cercanía de unos progenitores sabios en afectos, hábiles en el amor.
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