El hijo olvidado, el niño que no fue amado por sus padres, yace largamente olvidado en el rincón del desafecto. Permanecerá ahí durante décadas, sin importar que la suya sea ya una vida de adulto, porque cuando uno siente que la infancia le fue robada y el amor negado, sigue vinculado a esa criatura hambrienta y enfadada del ayer. Sigue pegado a ese trauma de dimensiones gigantescas.
En el libro “Parenting from the Inside Out” del psiquiatra y profesor Daniel J. Siegel, se nos ofrece un término que encaja muy bien con ese niño, con ese hijo olvidado antes citado: cultura de la vergüenza. Tras estas dos palabras tan impactantes se esconde una realidad soterrada de la que no siempre somos conscientes.
Nos referimos a esos pequeños que viven avergonzados, confusos por no entender por qué no están recibiendo esos principios que definen toda dinámica familiar: reconocimiento, comprensión, cariño, afecto, dedicación, seguridad…
El hijo olvidado es aquel que carece de cualquier rol en una casa. Es el vástago que pide y no recibe, es el niño que un día comprendió que llorar no sirve de nada, es la persona que jamás se vio reflejada en la mirada de sus padres, en el calor de una piel o en el refugio de unos brazos. El hijo olvidado jamás tuvo un hogar auténtico ni la caricia de una voz que le asegurara que todo iba a ir bien. Tampoco nadie le enseñó a creer, ya sea en la magia, en el universo y aún menos en él mismo.
Los niños de la cultura de la vergüenza se acaban perdiendo en el abismo del desarraigo, de la rabia y del silencio. Un escenario vital desalentador que, lo creamos o no, abunda en exceso en nuestra sociedad…
Muchos de nosotros pensamos casi al instante que el hijo olvidado vive, cómo no, en el seno de una familia disfuncional. Son sin duda esos entornos donde las dinámicas internas se caracterizan por la violencia física o verbal, la inmadurez de los padres, la presencia de algún trastorno mental en alguno de ellos, la marginación o incluso por qué no, alguna actividad delictiva que hace de ese escenario, un auténtico agujero negro de desajustes emocionales, inseguridad y miedo.
Bien, cabe matizar algo importante: el hijo olvidado habita también muy cerca de nosotros. En ese hogar de nuestros vecinos, por ejemplo, ahí, en esa casa elegante, de tres alturas y cuyos padres, amables siempre, brillantes en sus trabajos y ocupadísimos cada día, llevan de la mano a un niño silencioso, de mirada inmensa, cuajada de curiosidad pero en cuyas profundidades, yace la tristeza. El hijo olvidado es también ese pequeño que va al colegio de 9 a 5, y que de 5 a 8 cumple sus actividades extraescolares.
Es ese niño que tiene las llaves de su casa, que va y viene solo porque sus padres trabajan todo el día, como debe ser, y que llegan cansados y a las tantas, sin ganas de de interactuar, de escuchar de atender. Como nunca debería ser. Aquí, evidentemente, no hay marginación, ni ningún tipo de violencia pero sí un tipo de disfunción muy clara, sí un tipo de “maltrato”: la falta de una amor real, la falta de una maternidad y una paternidad consciente y presente, y ante todo, sentida por parte del niño.
Nadie merece vivir en el rincón del desafecto
Nadie debería vivir en el cuarto oscuro del desafecto. Pasar la infancia en este espacio subterráneo habitado por las sombras, los vacíos y el desconcierto afectivo, produce en ese niño una serie de conflictos internos que en el mejor de los casos tardará varias décadas en resolver. Curiosamente, la propia Elizabeth Kübler-Ross escribió en su libro “El duelo y el dolor” que las infancias traumáticas exigen también tener que pasar por un duelo muy singular.
La psiquiatra suizo-estadounidense explicaba que era como iniciar una cirugía sobre una serie de emociones desordenadas y escondidas a su vez en cajas aún más desordenadas. Es un mundo interior caótico donde todo se vive a la vez: la rabia, la ira, la decepción, la negación y la depresión.
El hijo olvidado se convierte a menudo en un adulto inaccesible, en esas personas que gustan pasar desapercibidas, diluyéndose en sus propios universos personales sin ser capaces de consolidar relaciones significativas y duraderas. Esto es así porque de algún modo, siguen viviendo en esa cultura de la vergüenza, ahí donde preguntarse a casi cada instante por qué ocurrió, qué hicieron ellos para que se les negara ese amor con el que uno puede empezar a construir y construirse como persona.
Nadie merece vivir en el rincón del desafecto, y menos los niños. Nuestros pequeños merecen ser atendidos con el lenguaje del cariño infatigable, merecen nuestro tiempo y días tan largos a su lado como los veranos finlandeses donde la luz es eterna, merecen también nuestra paciencia de pasos de tortuga y ese consuelo que se escampa al infinito como las ondas de agua en un estanque.
Para concluir una propuesta: invirtamos en una crianza y en una educación consciente que evite la aparición de más hijos olvidados, de más infancias perdidas. Piensa que, lo queramos o no, afectan a la libertad y plenitud de nuestra vida adulta.
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