Lo que hace Yasmín, y muchos adolescentes, se llama “procrastinación” (del latín cras, mañana), o lo que es lo mismo, dejar para mañana lo que hay que hacer hoy. El postergar lo que tenemos que hacer no es tanto una cuestión de desidia, sino de una deficiente percepción del tiempo, algo que es normal en la adolescencia.
Se puede decir que los adolescentes no han aprendido a manejar el tiempo como lo hemos hecho los adultos, aunque no todos, porque también nosotros somos muchas veces presas de la procrastinación.
Un adolescente puede estar agobiado porque le falta tiempo y, al día siguiente, perderlo inútilmente porque cree que tiene todo el tiempo del mundo. En este tema maneja conceptos al por mayor y tanto puede sentir que no le queda tiempo como que le sobra. Le cuesta medir las horas de manera objetiva: el tiempo, para él, puede tanto carecer de importancia como ser algo obsesivo. En el primer caso, tenemos al adolescente que lo deja todo para mañana; en el segundo, al que no le da la vida y está todo el día angustiado porque le faltan minutos a su reloj.
Pero “dejarlo para mañana” no es sólo un signo de desidia o de no saber qué hacer con el tiempo, implica también un desenfoque en la jerarquización de las tareas a realizar, es decir, lo que se llama “hacer lo que toca en cada momento”. Si a los adultos ya nos cuesta estar por lo que hay que estar, ¿cómo no va a ser difícil para un adolescente? La actividad que hay que hacer se queda sin hacer porque otra se presenta más atractiva, más fácil, más satisfactoria, más urgente, más positiva,… Cuando un adolescente dice “Ya lo haré” no quiere decir que no lo quiera hacer, sino que algo más importante, para él, toma la delantera en la jerarquía de sus intereses.
Desafío: ¿Cuándo, cómo, dónde… lo harás?
Sólo hay una forma de desafiar esa expresión y consiste en acotarla al máximo. Se trata de no caer en la típica discusión:
– ¿Cuándo vas a preparar la mochila?
– ¡Ahora!
– ¿Y cuándo es ahora?
– Pues, ahora, pero espera un momento.
– O sea que no es ahora.
– Sí, en cuanto acabe esto [un vídeo que está viendo, por ejemplo].
– Bueno, vengo después a ver si la has hecho.
El resultado suele ser que, al cabo de un rato, la mochila sigue igual y se vuelve a iniciar la conversación exactamente con las mismas palabras y la misma conclusión. Para no llegar a lo mismo, debemos provocar un compromiso, es decir, conseguir que nuestro hijo o hija se comprometa con lo que dice que va a hacer. Ese compromiso debe contener las máximas concreciones posibles: cuándo, cómo, dónde, con quién, etc… lo vas a hacer. Porque, cuanto más abstracto es algo, más fácil es dejarlo para mañana.
Establecer una jerarquía de intereses. Es bueno que escriba lo que le interesa: amigos, salidas, estudios, música, familia, deporte… y lo ordene jerárquicamente. Pueden ocurrir dos cosas: que el orden que ha establecido justifique dejarlo para mañana, lógicamente porque está al final del ranking, o que exista una incoherencia entre sus intereses y sus acciones, que también puede ocurrir.
En este caso, debemos hacerle ver la diferencia entre la coherencia y la funcionalidad. Se puede ser coherente y no funcional, es decir, que nuestra coherencia nos lleve a una situación no deseable, como es el caso de dejarlo todo para mañana. Si los estudios o el trabajo los colocamos al final del ranking, tendremos dos opciones: o hacer que suban para ser coherentes o ser incoherentes por mas funcionalidad, ya que no podemos vivir sin estudiar o trabajar.
Puede ocurrir también que nuestro hijo o hija esté acostumbrado/a a que siempre lo ha tenido todo hecho, siempre hemos acabado nosotros de hacerle la cama, recoger sus cosas, hacerle los deberes… Ahora, por supuesto, resulta muy difícil conseguir que lo haga. Quizá no nos hemos dado cuenta de que toda ayuda innecesaria es una limitación y no hemos acertado con el ejemplo; no obstante, no está todo perdido, por supuesto que no, ya que siempre se puede recomenzar, es cuestión de tenerlo claro, de quererlo y de hacerlo desde una posición optimista.
Siempre se puede reiniciar: “A partir de ahora, las normas son éstas”. Lógicamente, es más fácil hacerlo a los 10 años que a los 15, pero se puede, es cuestión de combinar la exigencia con la flexibilidad y la determinación con el humor, así como estar convencidos de que es bueno para todos, y, sobre todo, para nuestros hijos.
Siempre se puede reiniciar: “A partir de ahora, las normas son éstas”. Lógicamente, es más fácil hacerlo a los 10 años que a los 15, pero se puede, es cuestión de combinar la exigencia con la flexibilidad y la determinación con el humor, así como estar convencidos de que es bueno para todos, y, sobre todo, para nuestros hijos.
Toda exigencia debe culminar en autoexigencia. Exigimos a nuestros hijos para que acaben exigiéndose a ellos mismos. De nada sirve conseguir que hagan las cosas bajo nuestra supervisión, si no conseguimos que las hagan por propia iniciativa cuando no les estamos controlando. Para ello, debemos ir desapareciendo poco a poco, vigilar desde la distancia, hacer que ellos mismos controlen los resultados de sus acciones, que ellos mismos acaben supervisándolas y no nosotros; al fin, conseguiremos que quieran hacer lo que hacen y no que hagan lo que quieran.
Fomentar el trabajo en equipo. El trabajo en equipo en cualquier ámbito, sea académico o deportivo, es muy positivo porque cada uno es responsable del resultado final, de modo que si uno no cumple su cometido, afecta a los demás. Los adolescentes que lo dejan para mañana suelen tender al individualismo y a no implicarse en proyectos comunes, porque saben que pueden decepcionar a los demás.
Por supuesto, tener un horario ayuda mucho. Cuanto más le cuesta hacer las cosas, más detallado ha de ser su horario. No estamos obstruyendo su creatividad, sino encauzando su voluntad. Conforme vaya reforzándola iremos generalizando el horario, sin hacerlo desaparecer, pues todos necesitamos uno.
Fuente: SoloHijos.
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