Cada hija lleva consigo a su madre. Es un vínculo eterno del que nunca nos podremos desligar. Porque, si algo debe quedarnos claro, es que siempre contendremos algo de nuestra madre.
Para tener salud y ser felices, cada una de nosotras tenemos que conocer de qué manera nuestra madre influyó en nuestra historia y cómo sigue haciéndolo. Ella es la que antes de nacer nos ofrece nuestra primera experiencia de cariño y de sustento. Y es a través de ella que comprendemos qué es ser mujer y cómo podemos cuidar o descuidar nuestro cuerpo.
El legado que heredamos de nuestras madres
Cualquier mujer, sea o no sea madre, lleva consigo las consecuencias de la relación que ha tenido con su progenitora. Si esta ha transmitido mensajes positivos acerca del cuerpo femenino y de la manera en la que hay que trabajarlo y cuidarlo, sus enseñanzas siempre formarán parte de una guía para su salud física y emocional.
Sin embargo, la influencia de una madre también puede resultar problemática cuando el papel que ejerce resulta tóxico debido a una actitud descuidada, celosa, chantajista o controladora.
Cuando conseguimos comprender los efectos que la crianza ha tenido en nosotras, comenzamos a estar dispuestas a comprendernos, a sanarnos, a ser capaces de asimilar lo que creemos de nuestro cuerpo o a explorar lo que consideramos posible conseguir en la vida.
La atención materna, un nutriente esencial para toda la vida.
Cuando una cámara de televisión enfoca a alguien del público en un evento deportivo o cualquier otro acontecimiento… ¿Qué grita la gente generalmente? “¡¡Hola mamá!!”.
Casi todos nosotros tenemos la necesidad de ser vistos por nuestras madres, buscamos su aprobación. En origen, esta dependencia obedece a cuestiones biológicas, pues las necesitamos para subsistir durante muchos años; sin embargo, la necesidad de afecto y de aprobación se forja desde el minuto uno, desde que la miramos para ver si algo estamos haciendo bien o si somos merecedores de una caricia.
Tal y como señala Northrup, el vínculo madre-hija está estratégicamente diseñado para ser una de las relaciones más positivas, comprensivas e íntimas que tendremos en la vida. Sin embargo, esto no siempre sucede así…
Con el paso de los años esta necesidad de aprobación puede volverse patológica, generando unas obligaciones emocionales que propiciarán que nuestra madre tenga el poder de nuestro bienestar durante toda o casi toda nuestra vida.
El hecho de que nuestra madre nos reconozca y nos acepte es una sed que tenemos que saciar, a pesar de que para ello tengamos que sufrir. Esto supone una pérdida de independencia y de libertad que nos apaga y nos transforma.
¿Cómo comenzar a crecer como mujer y como hija?
No podemos escapar de ese vínculo, pues sea o no sea sano, influirá siempre nuestro futuro.
La decisión de crecer implica limpiar las heridas emocionales o cualquier cuestión que haya quedado inconclusa en la primera mitad de nuestra vida. Esta transición no es una tarea fácil, pues primero tenemos que detectar cuáles son las partes de la relación materno-filial que requieren de resolución y curación.
De ello depende nuestro sentimiento de valía presente y futuro. Esto sucede porque siempre hay una parte de nosotras que piensa que debemos darnos en exceso a nuestra familia o a nuestra pareja para ser merecedoras de amor.
La maternidad e incluso el amor de mujer siguen siendo sinónimos culturales de sacrificio en la mente colectiva. Esto supone que nuestras necesidades queden siempre relegadas al cumplimiento o no de las de los demás. Como consecuencia, no nos dedicamos a cultivar nuestra mente de mujer, sino a moldearla al gusto de la sociedad en la que vivimos.
Las expectativas del mundo sobre nosotras pueden llegar a ser muy crueles. De hecho, yo hablaría de que constituyen un verdadero veneno que nos obliga a olvidar nuestra individualidad.
Estas son las razones que hacen tan necesaria la ruptura con la cadena del dolor y la sanación íntegra de nuestros vínculos, o los recuerdos que tenemos de ellos. Debemos percatarnos de que estos hace tiempo que se convirtieron en espirituales y, por lo tanto, nos toca hacer las paces con las rarezas con las que nos tocó vivir. Sean o no sean tan malas.
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