Los padres también tenemos rabietas. Pero no las mismas que tienen los niños que al fin y al cabo, no son más que explosiones emocionales que no pueden controlar porque su desarrollo no lo permite, porque están creciendo, porque tienen que aprender y porque no pueden hacerlo de otra forma.
¿Qué ocurre cuando nuestro hijo derrama un zumo en el sofá, después de haberle dicho mil veces que estuviera quieto? Probablemente le lanzamos un grito con toda nuestra ira. Le pegamos. Incluso también le insultamos llamándole tonto e inútil. Esto solamente significa que estamos hasta arriba de ira y de rabia y no lo gestionamos como deberíamos. El problema es nuestro y nos corresponde a nosotros solucionarlo.
Nos pasamos la mayor parte del tiempo quejándonos de lo mal que se portan los niños. De que no hacen nada de caso. De que son unos egoístas. De lo poco agradecidos que son con todo lo que les damos. De los vagos que son y lo poco que hacen en casa.
Así podríamos escribir muchas más lindezas que les decimos a menudo a nuestros hijos casi sin darnos cuenta. Lo peor de todo esto es que ellos lo escuchan, lo saben, lo interpretan y lo sienten. Lo sienten e interiorizan muchísimo, tanto, que hace que su comportamiento cambie y que realmente adquieran ese rol de egoístas o de vagos que tantas veces les repetimos siendo conscientes o no.
Cuando ya has llamado repetidamente a tu hijo desde otra habitación para que venga a cenar, a recoger su cuarto y no viene, no responde o si lo hace te dice que en cuanto pueda, es muy probable que esté haciendo lo que ha aprendido de nosotros.
Cuando este mismo niño nos llama desde otra habitación porque quiere enseñarnos lo que ha hecho o porque quiere contarnos algo o para algo que es importante para él, es muy probable que le digamos que en cuanto acabemos lo que estamos haciendo vamos, que ahora no podemos, que luego vamos o ni siquiera le contestamos.
Somos su espejo. Hacen y aprenden lo que les enseñamos.
Por eso es tan importante que seamos nosotros los primeros en dar ejemplo y controlar nuestras emociones. Especialmente esa rabia que lo único que hace es perjudicar y no logra nada.
Porque aunque queramos convencernos de que toda la vida se han hecho las cosas así y que no ha pasado nada, estamos equivocados pero podemos aprender y rectificar.
Porque aunque queramos justificar nuestro grito o nuestro golpe a ese pequeño indefenso de tan solo unos pocos años diciendo que tiene que aprender, estamos equivocados… somos nosotros quienes podemos aprender y rectificar la actitud que hemos tenido.
Porque aunque queramos convencernos y convencer a los demás que si no le hacemos sentir mal por lo que ha hecho no va a aprender, no es cierto.
Pegar, castigar, gritar o humillar lo usamos como vía de escape a nuestra propia rabia. Es mucho más fácil y rápido hacerlo así que ser conscientes de lo que estamos sintiendo, es necesario que dejemos de tomarlo como algo personal porque no lo es y que intentemos gestionar esa rabia y esa ira. De no hacerlo, son los niños quienes pagan las consecuencias.
Si reconoces que sientes esa rabia o esa ira y por eso pegas, castigas, humillas, gritas….. a tus hijos, estás de enhorabuena porque ya sabes lo que ocurre y hay mil formas de gestionar esa rabia. Busca tu forma y la que mejor se adapte a ti.
Haz lo que necesites hacer para sentirte bien y para que esto que sientes no tenga que pagarlo con tus hijos.
Fíjate antes en cómo actúas con tu entorno y después observa lo que ocurre.
No lo tomes como algo personal.
Normaliza las situaciones y los comportamientos de tus hijos.
Respeta los ritmos, no aceleres su infancia.
Disfruta de las pequeñas cosas y de todas las oportunidades que la crianza te ofrece.
Cuando esa ira hace acto de presencia, retírate. Es algo tuyo que los demás no necesitan.
Reconoce tus sentimientos junto a los de tus hijos.
Muéstrate con sinceridad ante ellos y reconoce cuando te hayas equivocado.
Aprende de lo que tus hijos te enseñan y camina con ellos en su propio aprendizaje.
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